En este momento crucial de la historia se produce uno de los fenômenos más curiosos: se acusa al arte de estar en crisis, de haberse deshumanizado, de haber volado todos los puentes que lo unúan al continente del hombre. Cuando es exactamente al revés, tomando por un arte en crisis lo que en rigor es el arte de la crisis, pero lo que sucede es que se partió de una falacia. Para Ortega, por ejemplo, la deshumanización del arte está probada por el divorcio existente entre el artista y su público. No advirtiendo que pudiera ser exactamente al revés, que no fuera el artista el deshumanizado, sino el público. Es obvio que una cosa es la humanidad y otra muy distinta el público-masa, ese conjunto de seres que han dejado de ser hombres para convertirse en objetos fabricados en serie, moldeados por una educación estandarizada, embutidos en fábricas y oficinas, sacudidos diariamente al unísono por las noticias lanzadas por centrales electrónicas, pervertidos y coisificados por una manufactura de historietas y novelones radiales, de cromos periodísticos y de estatuillas de bazar. Mientras que el artista es el único por excelencia, es el que gracias a su incapacidad de adaptación, a su rebeldía, a su locura, ha conservado paradojalmente los atributos más preciosos del ser humano. ¿Qué importa que a veces exagere y se corte una oreja? Aun así estará más cerca del hombre concreto que un razonable amanuense en el fondo de un ministerio. Es cierto que el artista, acorralado y desesperado, termina por huir al África, a los paraísos del alcohol o la morfina, a la propia muerte. ¿Indica todo eso que es él quien está deshumanizado?
"Si nuestra vida está enferna - escribe Gauguin a Strindberg - también ha de estarlo nuestro arte; y sólo podemos devolverle la salud empezando de nuevo, como niños o como salvajes... Buestra civilización es vuestra enfermedad."
Lo que hace crisis no es el arte sino el caduco concepto burgués de la "realidad", la ingenua creencia en la realidad externa. Y es absurdo juzgar un cuadro de Van Gogh desde ese punto de vista. Cuando a pesar de todo sel o hace - ¡y con qué frecuencia! - no puede concluirse sino lo que se concluye: que describen una especie de irrealidad, figuras y objetos de un territorio fantasmal, productos de un hombre enloquecido por la angustia y la soledad.
El arte de cada época trasunta una visión del mundo y el concepto que esa época tiene de la
verdadera realidad y esa concepción, esa visión, está asentada en una metafísica y en un
ethos que le son propios. Para los egipcios, por ejemplo, preocupados por la vida eterna, este uiverso transitorio no podría constituir lo
verdaderamente real: de ahí al hieratismo de sus grandes estatuas, el geometrismo que es como un indicio de la eternidad, despojados al máximo de los elementos naturalistas y terrenos; geometrismo que obedece a un concepto profundo y no es, como algunos apresuradamente creyeron, incapacidad plástica, ya que podían ser minuciosamente naturalistas cuando esculpían o pintaban desdeñables esclavos. Cuando se pasa a una civilización mundana como la de Pericles, las artes hacen naturalismo y hasta los mismos dioses se representan en forma "realista", pues para ese tipo de cultura profana, interesada fundamentalmente en esta vida, la realidad por excelencia, la "verdadera" realidad es la del mundo terrenal. Con el cristianismo reaparece, y por los mismos motivos, el arte hierático, ajeno al espacio que nos rodea y al tiempo que vivimos. Al irrumpir la civilización burguesa con una clase utilitaria que sólo cree en este mundo y sus valores materiales, nuevamente el arte vuelve al naturalismo. Ahora en su crepúsculo, asistimos a la reacción violenta de los artista contra la civilización burguesa y su
Weltanschauung. Convulsivamente, incoherentemente muchas vezes, revela que aquel concepto de la realidad ha llegado a su término u no representa ya las más profundas ansiedades de la criatura humana.
El objetivismo y el naturalismo de la novela fueron una manifestación más (y en el caso de la novela, paradojal) de ese espíritu burgués. Con Flaubert y con Balzac, pero sobre todo con Zola, culmina esa estática y esa filosofía de la narración, hasta el punto de que por su intermedio estamos en condiciones no sólo de conocer las ideas y vicios de la época sino hasta el tipo de tapizados que se acostumbraba. Zola, que hizo la reducción al absurdo de esta modalidad, llegó hasta levantar prontuarios de sus personajes, y en ellos anotaba desde el color de sys ojos hasta la forma de vestir de acuerdo con las estaciones. Gorki malogró en parte sus excelentes dotes de narrador por el acatamiento de esa estética burguesa (que él creía proletaria), y firmaba que para descbribir un almacenero era necesario estudiar a cien para entresacar los rasgos comunes, método de la ciencia, que permite obtener lo universal eliminando los particulares: camino de la esencia, no de la existencia. Y si Gorki se salva casi siempre de la calamidad de poner en escena prototipos abstractos en lugar de tipos vivos es a pesa de su estética, no por ella; es por su instinto narrativo, no por su desatinada filosofía.
Muchas décadas antes de Gorki se entregara a esa concepción, Dostoievsk terminaba de destruirla y abría las compuertas de toda la literatura de hoy en las
Memorias del subterráneo. No sólo se rebela contra la tribial realidad objetiva del burgués sino que, al ahondar en los tenebrosos abismos del yo encuentra que la intimidad del hombre nada tiene que ver con la razón, ni con la lógica, ni con la ciencia, ni con la prestigiosa técnica.
Ese desplazamiento hacia el yo profundo se hace luego general en toda la gran literatura que sobreviene: tanto en este vasto mural de Marcel Proust como en la obra aparentemente objetiva de Franz Kafka.
No obstante, Wladimir Weidlé, en su conocido ensayo, afirma que asistimos al ocaso de la novela porque el artista de hoy "es imponente para entregarse por completo a la imaginación credora", obsesionado como está por su propio ego; y frente a los grandes novelistas del siglo XIX, dice, "a estos escritores que, como Balzac, creaban un mundo y mostraban criaturas vivientes desde fuera, a esos novelista que, como Tolstoi, davan la impresión de ser el proprio Dios, los escritores del siglo XX son incapaces de trascender su propio yo, hipnotizados por sus desventuras y ansiedades, eternamente monologando en un mundo de fantasmas".
Ernesto Sabato,
El Escritor y Sus Fantasmas.